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miércoles, 22 de febrero de 2012

LA CONCIENCIA HUMANA Y EL PRINCIPIO DEL CINE por Fernanda Solórzano

Fernanda Solórzano
Este obra está bajo una licencia 
Licencia Creative Commons

En un ensayo publicado a principios de este año el reconocido neurólogo y escritor Oliver Sacks revisa nueve títulos de trabajos científicos para llegar a una conclusión que considera sin precedentes. La conciencia humana —dice— es percibida por la persona como un flujo en movimiento, cuando en realidad nuestros sentidos registran el entorno en imágenes o fotografías fijas. Aquello que entendemos como transcurrir del tiempo no es sino una sucesión de cuadros que un cerebro sano hilvana con la rapidez suficiente para disimular la ruptura. La percepción de nuestra propia existencia —concluye Sacks— obedece a un principio que durante años hemos considerado exclusivo de la cinematografía.
Lo novedoso de esta analogía no está en los elementos que la componen, sino en el hecho de que tomó más de un siglo ordenarlos de esa manera. Ya desde fines del siglo XIX existían tratados de psicología que comparaban los procesos mentales del registro de la realidad con el dispositivo mecánico que a la larga sería el principio de la cinematografía —el zootropo— pero que de ninguna manera anticipaban su existencia. Inventado en Inglaterra en 1834, el carrusel de imágenes que parecían moverse cuando se hacían rotar era muy popular en los hogares victorianos y eran vistos sobre todo como juguetes; a fines del siglo XIX, el psicólogo y filósofo William James escribió su arriesgada propuesta de que el pensamiento —o el “flujo de conciencia”, término que él introduciría— podía parecer continuo al individuo pensante, pero que existía la posibilidad de que se tratara de una ilusión mental, parecida a la trampa que el carrusel giratorio tendía al sentido de la vista. En todo caso —enfatiza Sacks—, si el zootropo antecede al cine y eso ya es moneda corriente, no lo es tanto que la hipótesis de James —la premisa que a fin de cuenta posibilita el silogismo que vincula la conciencia con el cine— anticipe casi cien años a los últimos acuerdos de la neurociencia. Editamos la realidad circundante y montamos fotogramas fijos. El primer acto es lo que conocemos como percepción selectiva; lo segundo nuestro sentido de linealidad.
Neurólogo al fin y al cabo, Sacks ahonda en las analogías psicológicas y cinematográficas no en aras de la teoría del cine, sino para explicar ciertos fenómenos que se presentan como consecuencia de trastornos neurológicos e para explicar estados alterados inducidos por drogas. Casos de pacientes que relatan experiencias donde la visión se descompone en cuadros o, en casos más extremos, la retención de escenas fijas durante periodos de horas enteras (donde no sólo se paraliza el sentido de la vista, sino el flujo mismo del pensamiento), refuerzan lo que sin duda es el símil entre vida y arte más fascinante del nuevo siglo.
Y en tanto el brillante ensayo de Sacks reporta que nunca como en las últimas dos décadas se ha puesto el dedo en el problema de la conciencia y la necesidad por definir su naturaleza —en su opinión y la de otros, cinematográfica—, se antoja garabatear al reverso de esas páginas apuntes sobre un fenómeno también actual que, con los mismos elementos, corre en la dirección inversa.
Esto es, el auge de un cine que no sólo tiene a la conciencia como tema, sino que recurre en su narrativa a las rupturas y disrupciones que, de tratarse de un discurso mental verdadero permitirían a un neurocientífico señalar y distinguir los mecanismos de la percepción.
No se trata de películas sobre enfermedades mentales o viajes psicodélicos o ensoñaciones en donde el protagonista confunda el estrato de su realidad. (Si este fuera el caso, la tesis de Sacks no tendría relación con ellas: las películas seguirían ilustrando ejemplos de anomalías psicológicas, y no, en cambio, el mecanismo del flujo de conciencia en una persona normal.) Son casi todas películas de ciencia ficción, lo que no hace sino evidenciar la dificultad de concebirnos como los fabricantes de la realidad que habitamos, y que refuerzan la eficacia de nuestro zootropo mental.
Que en una cartelera de por sí limitada como la mexicana en un espacio no mayor a un mes se hayan exhibido tres ejemplos de este tipo de cintas, es muestra de una proliferación por lo que podría llamarse el subgénero de la percepción. Con distinto grado de calidad y eficacia, películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry, 2004), El efecto mariposa (J. Mackye Gruber y Eric Bress, 2004) y la mucho menos interesante Novo (Jean Pierre Limosin, 2002), tienen como protagonistas a personajes cuyo flujo de conciencia es intermitente o ha sido interrumpido por algún agente externo. El primer personaje se somete voluntariamente a una limpieza de memoria; el segundo descubre que sus lagunas mentales son túneles que le permiten regresar a su pasado (en trances que, por cierto, comienzan con el flasheo de imágenes fijas), y el tercero padece de memoria de cortísimo plazo, lo que le impide conservar un recuerdo su identidad (la premisa de Amnesia, de Christopher Nolan, adaptada en este caso a una historia de amor).
Las tres películas tratan de los estragos que un flujo de conciencia notoriamente fragmentado tiene sobre la vida emocional de los personajes, de su percepción de sí mismos y, en última instancia, de su incapacidad para habitar el presente y de relacionarse con otros. Más que un pasado objetivo, la memoria de ese pasado se propone en estas películas como la espina dorsal de la psique de un individuo: si su cerebro es incapaz de unificar, editar y montar recuerdos de otra manera dispersos, la persona no tiene forma de concebirse como tal.
¿Pero qué —se pregunta Sacks— es lo que da sentido de unidad a momentos (la realidad registrada en fotogramas fijos) que por su solo contenido
no tendrían relación entre sí? La respuesta, que cita de James, aquel pionero de la psicología cinemática, vale, como todo lo anterior, tanto para una teoría de la conciencia como del cine mismo: “Cada pensamiento nace poseyendo una memoria de todos los pensamientos que lo precedieron, y muere transmitiendo todo aquello que registró a aquel que surgirá unos instantes después”. Llevando el símil de Sacks al límite, se antoja agregar que el flujo de la conciencia humana es, entonces, el resultado más contundente del experimento Kuleshov —aquel que sirvió a Sergei Einsenstein a elaborar la teoría del montaje que rige hasta el día de hoy, y que propone que cada escena tendrá la connotación que le deparará una escena anterior. Segú Kuleshov, las imágenes adquieren sentido emocional sólo a partir de aquello que las antecede.
Si cada cuadro de nuestra vida-película adquiere el significado previsto por un director, en control de todos los detalles, desde la producción hasta el rodaje y el trabajo postproducción , la existencia humana —dice la neurociencia actual— se erige en el siglo XXI como el ejemplo más acabado de la teoría de autor.
Fernanda Solórzano. Editora, ensayista, critica de cine y conductora en televisión;   amablemente nos ha compartido su ensayo. Pueden seguirla en twitter @f_solorzano   y/o leer algunas de sus publicaciones en  LetrasLibres 
GRACIAS FERNANDA

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